jueves, 23 de julio de 2015

Sermones de quince minutos - James Standish

¡Nunca más…! De verdad, no hay nada como que tu hijo grite “ESCUCHARÉ SI DEJAS DE HACERME DAÑO”, justo en medio de un silencioso y abarrotado servicio religioso. Y luego vino la repetición de “ME ABURRO” y “¿Cuándo nos podemos IR?”. Que quede claro, nunca pego a mi hijo… ¡pero esta vez lo quería hacer!… ¿Por qué los niños deben estar sentados y callados escuchando temas que están a años luz de sus mentes? Realmente no merece la pena pasar una hora entera enfadado con mis hijos, cuando lo único que hacen es ser NIÑOS.
Este es un comentario real, de un amigo real, en Facebook. Y me identifiqué con él. Cuando teníamos niños pequeños, bromeábamos con una amiga de la Asociación General comentando que las iglesias están diseñadas para torturar a los niños. Se indignó. “Desde el principio decidimos”, replicó con firmeza, “que nuestros niños permanecerían sentados durante todo el servicio religioso. Nos sentamos en las primeras filas, les damos actividades apropiadas para niños y están desarrollando buenos hábitos”. Me marché sintiéndome un tanto inepto para la responsabilidad de la paternidad.
Un par de meses más tarde visité su iglesia. Cuando me escabullía del edificio con mi inquieto hijo de tres años después de la historia de los niños, ¿quién apareció, sino el marido de mi amiga con su hijo clamando a pleno pulmón? Al pasar, el padre me miró con envidia, movió la cabeza y dijo: “No sé por qué se empeña en que pasemos por esto todos los sábados…”.
Extraño, ¿no? Todas las Iglesias quieren familias jóvenes en la congregación. Pero muy pocas diseñan sus servicios religiosos partiendo de las necesidades de esas familias. Los niños pequeños no están diseñados para sentarse alegremente durante un preámbulo, seguido de otro preámbulo y de otro más, y después un sermón larguísimo; la mayoría de los niños pequeños son expertos en expresar su insatisfacción a los padres. No nos sorprenda entonces que en todas las iglesias a las que he asistido haya un predecible éxodo de padres con niños pequeños saliendo por la puerta de atrás antes de que empiece el sermón.
Es una pena, porque los padres de niños pequeños, más que nadie, necesitan el consuelo, la inspiración, el ánimo y la sustancia espiritual que la iglesia puede proporcionar. No sólo es una pena, sino que también es totalmente innecesario. Con sólo pensar y planificar un poco, las congregaciones pueden hacer que sus servicios se adapten más a las necesidades de las familias.
Un buen punto por el que empezar es la duración de los sermones. Un sermón largo no es de ningún modo más efectivo o significativo que un sermón corto. De hecho, lo cierto es lo contrario. Pensemos por un minuto en los discursos más memorables de la historia. El discurso “Tengo un sueño” de Martin Luther King Jr. duró sólo quince minutos. El Sermón del Monte de Cristo, tal y como se registra en Mateo 5-7, dura unos trece minutos. ¿El discurso “Lucharemos en las playas” de Churchill? Doce minutos. ¿El discurso de Gettysburg de Abraham Lincoln? ¡Menos de tres minutos!
La gran oratoria está directamente relacionada con la brevedad. Y hay una buena razón para ello.
Como señaló una vez el Dr. Jan Paulsen, ex-presidente de la Asociación General, la duración de una presentación es a menudo inversamente proporcional al tiempo dedicado a prepararla.
No se trata sólo de que nuestros sermones sean generalmente demasiado largos para que los niños pequeños permanezcan sentados; es que la organización del tiempo del culto convierte la tarea de ser padre en algo casi imposible. Cambiar el orden del servicio haría que la iglesia resultara más acogedora para los niños.
Imaginemos, por ejemplo, un servicio que empieza a las 11 con un himno, una oración y una lectura bíblica, seguidos de un sermón de quince minutos. La parte sustancial del servicio –y en consecuencia la más aburrida para los niños– se habría completado en los primeros veinte minutos, cuando los niños –y sus padres– todavía están frescos. Las partes interactivas y de alabanza del servicio (música, historia para los niños, ofrenda, etc.), que los niños suelen encontrar más interesantes, tendrían lugar en la segunda mitad, cuando es más importante implicar activamente a los niños.
El orden del servicio sería diferente, pero sería más efectivo. Los oradores sin duda preferirían, en general, predicar al principio del servicio, cuando la capacidad de atención de la congregación está fresca, que ser desplazados al final, cuando los hombros ya van cayendo, las pestañas pesan y las tripas rugen.
Más breve, más eficaz, mejor. Es una fórmula para traer de nuevo a los padres y sus hijos pequeños a la iglesia. Y de paso seguro que también despierta el interés en la iglesia a todos los demás.

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